En apenas 144 horas, una minúscula fuerza israelí despedazó a las tropas de 4 naciones que buscaban su extirpación definitiva. El Estado judío amplió su poderío y se prolongó un conflicto con visa de eternidad
Por Alfredo Serra
Buenos Aires, atardecer del 5 de junio de 1967. Redacción de la muy popular y exitosa revista Así, ya desaparecida. Quien esto escribe, absorto en su crónica policial del día –teclas ensangrentadas…–, oye la mitad de este diálogo:
–Julio… ¡están bombardeando El Cairo!
–(del otro lado, una pregunta que se deducirá por la respuesta)
–No, boludo, ¡los scouts de Don Bosco!
Obvio: Julio había prerguntado «¿Los judíos?»
La anécdota, trivial o no tanto, prueba que en este oficio, muchas veces, dramas y tragedias llegan a la mesa de trabajo con imbatible humor…
Sí. Era cierto. Ese 5 de junio habían empezado una guerra tan breve como sangrienta entre rivales que se odian desde La Noche de los Tiempos y La Roca de las Edades: israelitas y palestinos. La Torá contra el Corán.
Entremos en la elocuencia brutal de las cifras.
El 5 de junio de 1967 –del que se cumplirán este lunes cincuenta años– a las 7.10 de la mañana hora del Cercano Oriente, Israel se enfrenta contra Egipto, Siria, Jordania, Líbano e Irak.
La batalla luce desigual. Israel pone en marcha y plan de fuego a 50 mil soldados en actividad, que llegan a los 264 mil al unirse los reservistas. Aviones de combate: 197.
En cambio, la Coalición de los Cuatro cuenta con aplastante mayoría. Sólo Egipto aporta 240 mil soldados, que se suman a los 307 mil entre sirios, jordanos, libaneses e irakíes. Más 957 aviones de combate, y una arrolladora división de tanques: 2.504.
El día 5 se presume el fin de Israel. El día 10, Israel logra una victoria imposible. Tanto, que los judíos ultra religosos lo atribuyen a Dios…
Más números elocuentes. Bajas de Israel: 777 muertos, 2.563 heridos, 15 prisioneros, y apenas 46 aviones derribados.
Bajas de sus enemigos: 23 mil muertos (¡!), 45 mil heridos, 6 mil prisioneros, y más de 400 aviones de combate destruidos.
La prensa mundial, casi unánime, sintetiza esos seis días con indiscutible bisturí: «La mayor victoria militar de Israel y la peor humillación árabe».
Pero… ¿cómo empezó todo?
Dos meses antes, Israel advirtió una mecha encendida: la amenaza sirio–egipcia a partir de un incidente sucedido el 7 de abril en su frontera con Siria, que desató una batalla aérea sobre los Altos del Golán. Resultado: seis aviones sirios MIG-21 fueron derribados por Israel sobre el Mar de Galilea.
Por entonces, Egipto había firmado con Siria un tratado de defensa. Y en ese contexto, el 22 de mayo, el presidente egipcio prohibió la entrada de barcos israelíes al estrecho de Tirán. Para Israel fue una virtual declaración de guerra. Y convencida de que a éso seguiría un inminente ataque… puso manos a las armas. Es decir, guerra preventiva.
Que comenzó con la Operación Moked: la destrucción de la mayor parte de la fuerza aérea egipcia… ¡en apenas tres horas»!
Los cuatro países unidos vieron la mayor oportunidad histórica. El desiderátum del odio milenario: la aniquilación total y definitiva del Estado de Israel, consagrado como tal el 14 de mayo de 1948, tres años después del fin de la Segunda Gran Guerra, y por decisión de dos de sus mayores vencedores: Estados Unidos e Inglaterra.
Pero una vez más, el pequeño David venció al gigante Goliat…
En esos brutales seis días, Israel conquistó el desierto del Sinaí, la Franja de Gaza, Judea, Samaria, los Altos del Golán, y liberaron totalmente a Jerusalén.
Aunque los judíos ultra religiosos adjudican la casi imposible victoria a Dios, ésta se debió en gran parte a dos héroes secretos, y aparecidos a la luz después de cumplidas sus misiones.
Uno fue Eli Cohen, que durante su misión en Siria logró información clave y la envió a Israel muy poco antes de los célebres Seis Días: la posición exacta de las fortificaciones sirias en los Altos del Golán.
Cuenta la leyenda que el astuto espía sugirió a los sirios la plantación de eucaliptos alrededor de los bunkers… como camuflaje, cuando en realidad era un modo de convertirlos en fáciles blancos.
Y no menor fue el heroísmo del sargento Shaul Vardi, jefe de un tanque. Sufrió graves heridas en su cara, estuvo ciego hacia la mitad de la batalla, pero volvió a su puesto, y con sus hombres –sólo armados con fusiles y granadas– debilitaron las posiciones sirias.
Apenas seis días de guerra, sí.
Pero vale aquí el fragmento de un poema de Federico García Lorca acerca de un duelo a navaja entre gitanos. Su arte lo lleva hacia otro odio histórico y eterno: Roma y Cartago. Y escribe ante la sangre gitana derramada: «Aquí pasó lo de siempre / han muerto cuatro romanos / y cinco cartagineses».
Es decir, la continuidad del odio y de la muerte. Que entre árabes y judíos arrastra dos milenios y medio. Según la Biblia, lo irreconciliable viene desde tiempos oscuros e inasibles. Los judíos descienden de Isaac, el hijo de Abraham. Los árabes, de Ismael… ¡también hijo de Abraham!.., y de una esclava egipcia (Génesis 16:1-6). Clara hostilidad entre ambos. Ismael se burla de Isaac. Abraham lo envía muy lejos. El odio recrudece. Un ángel profetiza: «Ismael será hombre fiero; su mano será contra todos, y la mano de todos contra él (Génesis 16:11-12).
Eso fue en la infinita noche del ayer. El odio actual es de la creación del Estado de Israel en 1948. Acaso dos patrias, una judía y otra árabe musulmana, habrían evitado las décadas de terrorismo (remember Arafat…), Al Qaeda, el EI (Estado Islámico), las nuevas formas de terrorismo, los miles de muertos inocentes. Pero… ¿alguien puede estar tan seguro?
Según los analistas expertos en guerras, la victoria de Israel en los Seis Días se debió a los aviones Mirage III piloteados por oficiales de elite, que «destruyeron a lka aviación árabe en el aire y en la tierra».
Aunque los judíos ortodoxos atribuyen la victoria a Dios, la cadena de errores que contribuyó al desastre es más que terrena… Tres horas antes del ataque aéreo israelí, la inteligencia egipcia lo informó claramente, y el mensaje llegó al bunker del comandante en jefe en El Cairo. Un ayudante recibió la copia, la firmó, ¡pero nadie le avisó al comandante!
Y no fue todo. Un sargento egipcio experto en decodificar mensajes, falló en comprender un alerta rojo… por usar un código del día anterior.
En cuanto al comandante en jefe egipcio, pasó la noche anterior, con sus oficiales de mayor rango, en una festichola animada por una famosa bailarina del vientre… ¡en una base aérea!
Cuando los judíos atacaron, no había un sólo oficial egipcio de alto rango en el Sinaí, donde habían quedado en reunirse con el comandante. Tierra libre, tierra arrasada…
Un estudio del Instituto de Estudios Estratégicos de Londres resumió así la campaña israelí: «Velocidad, sorpresa, concentración, seguridad, información, ofensiva y, sobre todo, la instrucción y la moral de las tropas».
Las fallas que los judíos ortodoxos atribuyen a la mano de Dios fueron hijas de la desidia y la torpeza humanas, además de una dosis de azar.
Por ejemplo, cientos de camiones y vehículos armados se estropearon cerca del frente de batalla porque el sistema de radar egipcio colapsó. En el Cairo se escucharon las alarmas después que los aviones israelíes habían atacado los aeropuertos y volaban ya de regreso a casa. La jefatura militar egipcia tuvo muy poco control sobre sus ejércitos después que comenzó la batalla. Columnas de camiones y tanques quedaron abandonados por falta de combustible y repuestos. La disciplina falló ante el asalto de las tropas israelíes. Egipto tenía algunas de sus tropas élite de ataque en el desierto de Sinaí, pero la mayoría de esas unidades fueron destruidas. Israel se apropió de toneladas de equipo militar ruso por valor de dos mil millones de dólares: tanques, armas pequeñas, municiones.
Thomas Alva Edisom y Henry Ford odiaron a los judíos y los culparon de cuantas miserias y dolores padece el mundo. Pero Mark Twain apostó en contra al escribir: «Los egipcios, los babilonios y los persas se elevaron, llenaron el planeta con sonido y esplendor, después se adormecieron y desaparecieron; les siguieron los griegos y los romanos, hicieron mucho ruido y se fueron; el judío los vio a todos, los venció a todos y es hoy tal como siempre ha sido… Todas las otras fuerzas pasan, pero él permanece. ¿Cuál es el secreto de su inmortalidad?» Y Borges,que sospechaba algo de sangre judía en sus venas, remató así su poema a ese pueblo: «Un hombre condenado a ser el escarnio, la abominación, el judío, / un hombre lapidado, incendiado y ahogado en cámaras letales, / un hombre que se obstina en ser inmortal y que ahora ha vuelto a su batalla, / a la violenta luz de la victoria, hermoso como un león al mediodía».
Desde la Biblia y desde la Guerra de los Seis Días nada mejoró. Todo empeoró. Acaso la solución sea más simple. Dos patrias: Israel y Palestina. Pueblos del mismo origen y en el mismo equilibrio de espacio y derechos. Pero éso, tan fácil en apariencia, ¿abolirá el terrorismo? ¿nacerá una hermandad idílica digna de un film del sello Disney? ¿O el poder de la Biblia prevalecerá sobre el odio, la venganza y la sangre?
Nadie puede resolver esta incógnita. Y mucho menos esta nota.
Fuente: Infobae