Para sus defensores, es un esfuerzo sofisticado y pionero que muestra la destreza del país en energía solar; para sus detractores, es una monstruosidad y un despilfarro
No hay que mirarlo directamente, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Si se conduce por los riscos y cráteres del desierto del Néguev, es difícil no verlo: una luz penetrante montada en una austera torre gris de más de 240 metros de altura. Es visible incluso desde el espacio.
Es la gran torre solar de Ashalim, una de las estructuras más altas de Israel y, hasta hace poco, la planta de energía solar más alta del mundo.
“Es como un sol”, dice Eli Baliti, un comerciante del pueblo más cercano. “Un segundo sol”.
Para sus partidarios, la torre es una impresionante hazaña de ingeniería, testimonio de la innovación solar israelí. Para los críticos, es una costosa locura, dependiente de una tecnología que se ha quedado anticuada en el momento de su puesta en marcha.
Pero para Baliti y los aproximadamente 750 habitantes del pueblo cercano, Ashalim, que da nombre a la planta, la torre es algo mucho más tangible. Es el telón de fondo de sus vidas, una fuente de frustración, de cariño ocasional e incluso de orgullo, que provoca tanto ira como asombro.
A veces parece un rascacielos distópico, que se cierne ominosamente sobre las vacas y los gallos de una granja lechera al otro lado de la carretera. La altura de la torre provoca comparaciones con la Torre de Babel, su luz cegadora con la zarza ardiente. Su base parece el hangar de una nave espacial, su torreta el pináculo de una fortaleza de fantasía.
A algunos les recuerda a algo sacado de El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien.
“Es el ojo de Sauron”, dice Uriya Suued, un ingeniero que vivió en Ashalim hasta septiembre.
Otras veces, la torre parece más bien un gigante apacible que se sitúa torpemente en el borde de una foto grupal. Incluso puede olvidarse de que está ahí, hasta que se la ve asomando, casi cómicamente, detrás de un muro del jardín o sobre los bañistas de la piscina exterior del pueblo.
“Un faro sin mar”, lanza Ben Malka, que dirige la piscina.
“A veces, es muy bonito”, remarca Eran Doron, el alcalde de la región.
“Absolutamente inquietante”, añade, por su parte, Isaac Nir, cofundador de un productor local de semillas.
Utilizando la energía del sol, la torre genera suficiente electricidad para alimentar decenas de miles de hogares. Terminada en 2019, la planta muestra tanto las promesas como los pasos en falso de la industria solar israelí, y es un caso de estudio en los desafíos impredecibles que le esperan a cualquier país que busque pivotar desde los combustibles fósiles a la energía renovable.
Más de 50.000 espejos
La torre, inactiva durante la noche, comienza el día cuando los gallos cercanos empiezan su coro matutino: con la primera luz del amanecer. En ese momento, los rayos del sol inciden en un mar de más de 50.000 espejos colocados estratégicamente en las dunas que rodean la torre. Los espejos reflejan los rayos de luz hacia arriba, concentrándolos en una gigantesca caldera de agua situada en el interior de la torre.
La luz solar reflejada, que crea el intenso resplandor que deslumbra a quien la mira directamente, calienta el agua a más de 530 grados, convirtiéndola en vapor. En un proceso conocido como energía solar térmica, el vapor se canaliza hasta el nivel del suelo, haciendo girar las turbinas para crear electricidad.
Hay más de 25 torres similares en todo el mundo, incluidas las de China, España y Estados Unidos, pero sólo una, en Emiratos Árabes Unidos, es más alta.
Para sus defensores, la torre de Ashalim es un esfuerzo sofisticado y pionero que muestra la destreza de los expertos israelíes en energía solar.
“Estoy muy orgulloso de ella”, asegura Israel Kroizer, un ingeniero que supervisó la instalación y configuración de los 50.000 espejos. “Es un proyecto muy complicado”.
Como parte del emprendimiento, se gastaron varios millones de dólares en infraestructura en Ashalim. El dinero provino de Megalim Solar Power, el consorcio multinacional que construyó y gestiona la planta. El proyecto también trajo al menos 70 nuevos puestos de trabajo a una región remota y a veces descuidada, levantando su economía, señaló el alcalde regional.
“Buenos empleos y buenos salarios”, añadió Doron.
Fundado en los años 70, Ashalim es un pequeño pueblo con poca industria propia; algunos residentes gestionan casas de huéspedes para turistas, pero la mayoría trabaja en las ciudades cercanas. Es un pueblo judío; miles de árabes beduinos viven cerca, pero la mayoría en pueblos empobrecidos, algunos de los cuales no están reconocidos oficialmente por el gobierno y no están conectados a la red eléctrica nacional.
Durante la construcción de la torre, abundaron los rumores en Ashalim sobre su posible impacto. Los niños temían que la torreta pudiera explotar. Los adultos se preguntaban si los militantes de Gaza podrían atacarla con cohetes. Y algunos se preocupaban innecesariamente de que pudiera causar una radiación perjudicial para los residentes.
“La gente pensaba que podría provocar cáncer”, cuenta Shachar Lebel, una maestra jardinera. “La gente bromeaba con que nos crecería una cola”.
Todos esos temores resultaron infundados, y algunos, como Lebel, llegaron a apreciar la torre. Se convirtió en un refugio reconfortante para algunos residentes cuando volvían a casa después de largos viajes.
Las críticas
Pero el descontento persiste, incluso entre aquellos que apoyan firmemente la energía verde. Para muchos vecinos, que se trasladaron a Ashalim para disfrutar de una vista impecable del desierto, es una mancha considerable en el paisaje.
“Estoy a favor de la energía limpia”, señaló Malka. “Pero eligieron hacerlo en la carretera junto al pueblo. Tal vez podrían haberla llevado unos kilómetros dentro del desierto”, lamentó.
La torre también mata o quema regularmente a los pájaros que pasan atraídos por la luz, explicaron los aldeanos.
En el discurso israelí más amplio, la torre ha atraído críticas particulares porque su electricidad ha resultado ser mucho más costosa que la creada por otras formas de tecnología de energía solar. En virtud de un acuerdo sellado en 2014 entre el gobierno y el consorcio que construyó la planta, las empresas acordaron pagar los costos de construcción de unos 800 millones de dólares. A cambio, el gobierno prometió comprar la electricidad de la torre a una tarifa de unos 23 centavos por kilovatio-hora, según la autoridad eléctrica israelí.
Esta tarifa se consideraba justa en el momento de la licitación. Pero durante la construcción, los científicos introdujeron mejoras inesperadas en una forma más sencilla de energía solar: los paneles fotovoltaicos que convierten la luz solar en electricidad sin necesidad de espejos ni agua. Y esas mejoras han permitido que los paneles solares creen energía por una quinta parte del costo de una torre solar térmica, según datos publicados por el gobierno israelí.
De hecho, los paneles solares se volvieron tan rentables que Kroizer, el ingeniero que ayudó a construir el emplazamiento de Ashalim, dejó la industria termosolar y ahora dirige una empresa centrada en los paneles.
El gobierno israelí llegó a considerar la posibilidad de reducir sus pérdidas y abandonar la construcción tanto de la torre como de un proyecto cercano que también utiliza la tecnología termosolar. Pero los funcionarios se echaron atrás porque el costo de indemnizar a los contratistas habría superado el ahorro.
Un periódico económico israelí, Calcalist, calificó la situación de “una de las historias más tristes” de la historia de las infraestructuras israelíes.
Otros afirman que la energía más cara de la torre es, de hecho, casi imperceptible para los ciudadanos israelíes, ya que el mayor costo se reparte entre los millones de consumidores de la red nacional.
Para Yosef Abramowitz, uno de los principales empresarios energéticos israelíes, el verdadero problema del sector solar israelí es que, en un momento de crisis climática, cubre una proporción pequeña de las necesidades energéticas de Israel: menos de una quinta parte en 2021, según los registros del gobierno.
“Ashalim es un maravilloso ejemplo de innovación tecnológica climática israelí”, indicó Abramowitz, que ha dirigido la instalación de grandes campos solares en otros lugares de Israel.
“Pero esa no es la historia energética de Israel”, añadió. “La historia energética de Israel es que somos malos actores cuando se trata del clima”.
Fuente: LaNacion.ar
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