El 18 de julio de 1994 un coche bomba explotó en Pasteur 633, Buenos Aires, en la puerta de la mutual judía: el estallido derrumbó un edificio y mató a 85 personas. Entre las personas que no mató quedan voces que recuerdan el dramático segundo de esa mañana en que sus vidas cambiaron para siempre. Qué estaban haciendo, qué creyeron que había pasado y cómo siguieron viviendo
Cada 18 de julio de 1994 se realiza un acto homenaje en las puertas de la AMIA en memoria de las víctimas de un atentado que aún hoy se encuentra impune
Daniel pensó que se había caído un balcón. Él es neuquino y había escuchado en los últimos tiempos balcones que se caían en la ciudad de Buenos Aires. Adriana, en cambio, lo primero que se le apareció en la mente fue la velita que le había prendido a Jesús: una llama ínfima como causante del desastre. María supuso que habían sido las freidoras del fondo: sabe, como cocinera, que esas cosas revientan si no las limpian bien. Rafael creyó que había explotado la conexión que había ido a reparar. Edmundo recurrió al cliché: “habrá estallado la caldera”, dedujo. Juan Romero pensó -no irónicamente- que había sido un choque de planetas.
Pero no: había sido una bomba, un coche bomba. Ese lunes 18 de julio de 1994 a las 9:53 de la mañana una bomba explotó en la vereda de la calle Pasteur, al 633, enfrente del edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en pleno barrio porteño de Balvanera. La explosión mató a 85 personas, hirió a doscientas, destruyó un edificio emblemático y sembró un umbral en la historia argentina. El peor atentado terrorista del país no mató a todos. Los que casi mueren tienen una historia para contar. Es la voz de los sobrevivientes. Un trabajo que AMIA y el Congreso Judío Latinoamericano asumieron con el compromiso de honrar la memoria de las víctimas a través del testimonio de quienes tuvieron la suerte de contar lo que pasó esa fría mañana de julio.
El ataque, que dejó 85 muertos y más de 200 heridos, fue organizado por Irán y perpetrado por el grupo terrorista Hezbollah. La explosión afectó a más de mil viviendas y cientos de familias dañadas
Adriana Sibilla: vecina de 32 años de Pasteur 632, piso 10, departamento B.
En ese momento tenía 32 años. Mi vida era bastante normal. Nos acabábamos de mudar a Pasteur 632 con toda la ilusión. Veníamos de un departamento de dos ambientes, nos mudábamos a un departamento más grande, con una habitación para cada uno de los chicos. Estaba con dos de mis hijos, Juan y María, de siete y nueve años. Estábamos desarmando valijas, acomodándonos. Los chicos estaban de vacaciones, uno se estaba bañando, el otro se estaba empezando a despertar. Yo estaba en la cocina, acomodando las cosas del desayuno cuando fue la explosión.
Tenía una velita prendida a Jesús. Cuando siento la explosión, lo primero que sentí fue “¡¿qué lío hice con la velita?!”. El grado de inconsciencia… Inmediatamente me di cuenta de que no podía ser la velita. Fui al cuarto, agarré a mis dos chicos en brazos, me fijé que estuvieran bien. Salí. No hubo necesidad de abrir la puerta del departamento porque la puerta ya no estaba. Se había volado, como todos los vidrios. No quedó nada en pie en la casa. Me di cuenta de que enfrente pasaba lo mismo. Fui bajando las escaleras. El polvo. Había un fuerte olor a amoníaco. Estaba en el décimo piso. En el noveno u octavo, me animé a ver qué pasaba enfrente desde el balcón. Cuando me di cuenta de lo terrible, agarré un teléfono y llamé a la casa de mi suegro, donde se suponía que iba a estar mi marido. No me atendió y dejé un mensaje en el contestador: “Soy Adriana, estoy bien, me voy a la casa de mi mamá”. Llamé a mi mamá y dije lo mismo.
Seguí bajando con los chicos. En el medio del camino, una vecina del quinto piso, me dijo “tengo a mi mamá atrapada”. Le respondí: “Mirá, yo no puedo ayudarte, estoy con mis dos nenes, ahora te mando a alguien”. A medida que iba bajando el panorama era cada vez más feo. Había que salir. Cuando llegué al segundo piso, la gente ya venía a buscar gente. La gente es muy solidaria: eso fue conmovedor. Ahí pude decir que había una chica que tenía a su mamá atrapada.
Estábamos todos en bata o en camisón. Entre Pasteur y la esquina, alguien me vio y me dio algo de plata. Habrán sido unos 100 pesos. “Tomá, los vas a necesitar”. Lo agarré y me llevaron a una ambulancia. Me quedé sentada en una ambulancia con los dos chicos. En cuanto vi el panorama, dije “yo puedo caminar, no me quiero quedar acá”. Me bajé y me tomé un taxi sobre Viamonte. Y me fui a la casa de mi mamá. Dejé a los chicos. Me vestí con ropa de mi hermana y volví porque pensaba que mi marido me iba a ir a buscar ahí. Lo encontré inmediatamente con él. Me quedé sin palabras.
A la tarde nos fuimos a trabajar. Es todo. Mi marido tenía que hacer unas cosas en Luján. Agarré a los chicos y nos fuimos a Luján. Yo necesitaba estar junto a mis hijos y a mi marido. Yo había vivido frente a la Embajada de Israel, en Suipacha y Arroyo: si no era una, era otra.
Daniel Saravia: peatón de 22 años.
Mi vida en julio del 94 era la de un chico estudiante de Neuquén. Un día después de la final del mundo de Italia 94 debía entregar un trabajo a dos cuadras de lo que era la AMIA y después me iba de vacaciones de invierno a Neuquén, a encontrarme con mis amigos. Entregué el trabajo y cuando pasé por delante de la AMIA, pasó lo que pasó. Pasó la AMIA, hago un par de metros, me cruzo a una chica que se llama Paola y de repente aparezco en el piso con mucho polvo, mucho humo, muy aturdido, con olor a caucho quemado.
En aquel momento se caían algunos balcones de viejos edificios en Buenos Aires. Me dije “mierda, con la suerte que tengo”. Creí que se había caído un pedazo de balcón, me había pegado en la cabeza y me van a tener que llevar al hospital. Traté de moverme y el dolor era muy fuerte: una de las piernas me dolía muchísimo. Tengo el reflejo de gritar “mi pierna, mi pierna”. De la nada, entre el polvo, aparecen dos personas que me agarran del brazo de una manera bastante fuerte y me dicen “callate, callate”. Me suben a una especie de chapa y empiezan a correr. Estoy boca abajo sobre la chapa y empiezo a ver mucho humo. “Ah, mierda, se cayó un balcón grande”, pienso. No podía imaginar mucho. Siguen corriendo y veo que el panorama se empieza a aclarar. Llegamos a un hospital. Le pregunto qué está pasando, me dicen de nuevo “callate, callate”. Siguen corriendo, había un olor a quemado muy fuerte. Aparecen médicos, medio película todo. Me sacan de esta chapa y me empiezan a cortar la ropa. Ese día me había puesto una campera del inquilino que vivía conmigo y justo se había ido de viaje. Les dije: “¡No, no corten la campera de Miguel!”. Los médicos no entendían nada. Pensé que Miguel me iba a matar. Me agarran, me ponen cablecitos, me dicen “¿te acordás tu nombre?”. “Claro que me acuerdo mi nombre. Me llamo Daniel Saravia”. Me lo escriben con marcador negro en el brazo. “¿Te acordás tu documento?”. “Más vale que me acuerdo el documento”. Me lo escriben también. “Pará, contame qué pasó”, les dije. Ahí uno de los médicos dicen “doctor, presión cuatro, los perdemos”. Me doy vuelta y les digo: “No entiendo nada de medicina, pero presión cuatro seguramente no está bien. ¿Qué es lo perdemos?”. Me dicen “te vas a dormir”, me ponen una máscara y me desperté un par de meses después.
Me explicaron después que con presión cuatro te podés hacer pis encima y no entendés nada de lo que te pasa. Lo que me salva la vida es que yo, aunque estaba entre escombros, me movía. La gente tiene tendencia de ayudar a la gente que se está moviendo. Si yo hubiese estado desmayado, hubiesen creído que estaba muerto y no me habrían querido ayudar. El médico me dijo que tuve suerte de no desmayarte con cuatro de presión.
Estuve dos semanas en coma para sacarme un montón de esquirlas, fundamentalmente una que tenía en la cabeza, cerca de la médula. Tenía un montón en la espalda. Iba al quirófano un día por medio. Cuando ya me empiezo a despertar, empiezo a tomar líquidos, me empiezan a aclarar un poco más el panorama. Estaba en una cama, suspendido, no podía verme las heridas. Era como una momia. Los días empiezan a pasar, me van sacando vendajes. Un día entran unos médicos, me pinchan las piernas, no siento nada. Un señor bastante maduro, un hombre grande, y me dice: “Hasta acá llegó todo, no va a volver a caminar nunca más”. Empiezo a gritar. Viene mi médico, el que atendía, y me dice algo muy fuerte: “No naciste para ser Diego Maradona, naciste para ser Daniel Saravia. Quizás, si tenés talento, seas un buen director de cine. Por dos piernas no vale la pena hacer tanto escándalo”. Dos semanas después estaba caminando normal.
«Vi cosas que nunca pensé en mi vida que iba a ver», dijo Gabriel León Roffe
Gabriel León Roffe: comerciante de 32 años que tenía una oficina en Pasteur 611, octavo piso.
El 18 de julio del 94 tenía 32 años y una fábrica en el Once, en Pasteur 611. El vínculo que tenía con la AMIA era diario: tenía amigos que trabajaban en la AMIA, iba a la AMIA, pasaba diez veces por día porque tenía la oficina pegada. Era parte de mi vida. Me acuerdo de todo, absolutamente todo. Estaba en la oficina, había venido una clienta del interior, había un promotor de seguros, estaban mis padres y otros empleados. Estaba atendiendo tranquilamente a mi cliente y de repente aparecí encima de la clienta con todos los vidrios arriba de la cabeza. La clienta tuvo que aguantar mi peso pero por lo menos no se cortó: me llevé todos los cortes yo. Sentí que me levantaban del piso y que volaba, y no sabía por qué. En un principio no pienso que es una explosión, pienso que es una pérdida de gas. Con el correr de los minutos, vino mi viejo y me dijo que tenían que chocar Saturno y Júpiter para que una explosión provocara esto. Y yo le digo “qué Saturno y Júpiter, explotó la AMIA”, porque me saltó decirlo, no porque lo supiera. Vi alrededor mío y vi que estaba toda mi oficina caída, los vidrios, las ventanas, la puerta, los mostradores. Y después silencio, silencio, silencio, silencio. Cuando veo la catástrofe que había afuera, le digo a los empleados que tenía que bajen a mis viejos y yo me quedé sacando unas pertenencias, hasta que vino el portero a decirme que podía haber otra bomba y salí corriendo. Ya después no pude volver a subir.
Mi mamá sufrió muchas heridas en la cadera y eso le aceleró muchísimo la artrosis. Mi viejo se cortó las piernas y yo la cabeza, pero dentro de todo era nada. Había mucha sangre y pocas heridas. En las escaleras estaba todo oscuro, todo desparramado. Cuando llego abajo, veo el caos total. Un desastre. Vi cosas que nunca pensé en mi vida que iba a ver. Fue un antes y un después en mi vida. Ver pedazos de cuerpos, ver brazos.
Gustavo José Vicente: comerciante de 30 años que tenía un restaurante a 27 metros de la AMIA.
El 18 de julio de 1994 tenía un restaurante, se llamaba Don Gubi, estaba en la calle Pasteur 605, a 27 metros de AMIA. Un día lunes por la mañana, un día común, normal de un restaurante donde arranca toda la producción de trabajo para la mañana. Conmigo trabajaba mi padre, José Andrés Vicente, mi tío Emeterio Severo Vicente y mi hermana Claudia Cristina Vicente. Después tenía cuatro personas en la cocina, María, Ángel y no me acuerdo los nombres. Y siete pibes trabajando en la calle repartiendo: repartíamos de Uriburu a Larrea y de Corrientes a Córdoba. Tirábamos alrededor de mil volantes diarios del menú del día. Tenía vínculos con la AMIA. Esa mañana para repartir desayunos y demás, lo hacíamos entre mi hermana y yo, ya que los pibes estaban volanteando en ese horario. Estaban pedidos desayunos de ahí, pero se estaban entregando desayunos a la vuelta. Por un minuto no estaba ahí.
Estaba entregando el desayuno en el edificio y siento una explosión tremenda, y empiezan a caer los vidrios de las oficinas de donde estaba yo. Me tiré por la escalera. Ni pensé. Salí corriendo del edificio. En la calle no entendía nada. Corro hacia la esquina de Tucumán y Uriburu y veo lo que quedaba de la explosión a cien metros. Pensé que había volado la cocina de mi restaurante. Corrí esos cien metros. Fueron larguísimos. No solo era el restaurante, sino que ahí estaba parte de mi familia. Cuando llego a la esquina, me encuentro un caos de personas gritando, llorando, pedazos de gente. Nos salvamos o mi restaurante no voló por estar en la misma vereda de la AMIA. Porque agarramos la onda expansiva, de rebote. La onda expansiva salió hacia enfrente, que fue donde más destrozo hizo, rebotó: entró por la cocina y salió hacia afuera en la planta baja.
Estaba entero. A mi hermana le había lastimado un dedo, estaba aturdida por la explosión. A María, la cocinera, los vidrios le lastimaron la cabeza. Los demás muchachos no habían tenido nada. Sí me impresionó cómo la explosión abrió las heladeras. Estaba toda la mercadería afuera. Como si hubiese explotado desde adentro de mi heladera hacia afuera. Soy un tipo que no se frena ante las circunstancias. Sabía que algo había volado en la AMIA, no sabía qué, sabía que había mucha gente lastimada y que tenía a mi familia ahí. Agarré a mi viejo, lleva a las chicas al hospital. Reuní a todo el personal. “Chicos, no hay más para hacer acá”. Sabía que no iba a haber nada para hacer ni hoy, ni mañana, ni pasado. “Cada uno para su casa, estemos en contacto”. Lo que hice fue colgarme de la cortina y bajarla. “Acá se terminó esto”, le dije a mi viejo.
«Era una montaña de cascotes, medio edificio menos. ¿Qué hago? Subía y bajaba por los escombros, quería hacer algo y no sabía qué. Estaba en shock», expresó Edmundo Barón
Edmundo Barón: empleado de 32 años de la AMIA.
En julio del ‘94 tenía 32 años. En esa época estaba casi terminando la carrera de psicología social y estaba trabajando en la AMIA. Estaba coordinando una entrega de mobiliarios. Los chicos iban armando distintos muebles y yo tenía que verificar a qué pisos iban. Iba y venía de la parte de adelante a la de atrás. Tengo la sensación de que había una línea imaginaria en el edificio: la línea de la vida y la muerte. La parte de adelante era la muerta. La parte de atrás era la vida. Ese día iba y venía a la parte de adelante del segundo piso. Me acuerdo que justamente me habían pedido una información de una cantidad de muebles para el piso cuarto. Entonces fui a la oficina a ver los planos y había uno que no encontraba. Me agarró una especie de desesperación por encontrarlo. Una sensación de magnetismo: tenía que encontrarlo sí o sí. No le pongo tanta obsesión a algo. Esa cosa que había ahí que me decía “no te vayas de acá”. Ese magnetismo hizo que me quede en el momento que explotó la bomba. Si lo encontraba, me agarraba del otro lado.
La explosión me encuentra en la oficina de provisión, mantenimiento, buscando el plano. Estaba al lado del escritorio y de golpe escucho una explosión muy fuerte. Lo primero que pensé fue la caldera. Automáticamente la onda expansiva me tiró dos metros contra una pared. Caí al piso y vi un humo gigante que se venía encima. Era el polvo del edificio que se había derrumbado. Me acurruqué todo. Que sea lo que sea.
Me di un golpe fuerte en la espalda. Algún vidrio cayó y me cortó un poco la cabeza. Automáticamente me levanté, abrí la puerta, salí al hall central y había algunos compañeros de trabajo. “¿Qué pasó, qué pasó?”. Empezó a bajar la humareda y al bajar la humareda había medio edificio que ya no estaba. Como en las películas cuando falta una parte del edificio, se ve el frente, se ve el destrozo. Pensábamos que había sido un atentado.
Como yo estaba en ese momento en el mantenimiento, fue una época en la que estuve recorriendo mucho el edificio. Entonces sabía de algunas salidas. Grité “vayamos por acá”. Había una especie de azotea chica y un paredón grande que daba a la institución que está atrás. Salimos. Pegué la vuelta hacia Pasteur y cuando llegué… caos, quilombo, lo terrible. Yo estaba chorreando sangre. Quería hacer algo. Era una montaña de cascotes, medio edificio menos. ¿Qué hago? Subía y bajaba por los escombros, quería hacer algo y no sabía qué. Estaba en shock. Me quedé sentado. Ya había llamado por teléfono. Ya habían llegado las ambulancias. Vi que un compañero de trabajo salía por una esquina todo blanco y por suerte estaba bien, bien físicamente.
Juan Romero: empleado de 23 años de una empresa que tenía sus oficinas en Pasteur 611.
El 18 de julio del 94 nos fuimos temprano. Vivíamos en Gregorio de Laferrere. Mi novia también. Hacíamos el trayecto de acá hasta Pompeya. De ahí tomábamos el 115. Bajábamos en Corrientes y Azcuénaga. Ese día fuimos a desayunar a un bar que estaba en la esquina de Tucumán y Viamonte. Ocho y media pegamos la vuelta. La acompañé a mi novia al local en el que ella trabajaba. Era un día normal. Esperé en la puerta hasta que llegara Gabriel, uno de mis jefes. Subimos, abrimos, empezamos a ordenar. Estuve abajo. Fui a llevar un paquete al negocio de al lado. Me cruzo en el ascensor con el chico que había llevado el café del bar de la esquina. Cierro nuestra puerta. La única puerta del piso que era blindada. Me llevó mucho tiempo empezar a buscar los detalles: olores no recuerdo nada, pero sí recuerdo el segundo previo al sacudón. Estaba en la entrada. Había un mostrador justo al costado de la puerta. Me pongo detrás del mostrador, agacho la cabeza, cuando levanto la vista, en un segundo, veo los vidrios venir. Fue un segundo. Atiné a agachar la cabeza. A partir de ahí el caos: los gritos, los que estaban conmigo sufrieron por ejemplo cortaduras, se cayeron estantes, se rompieron todos los vidrios. A mí no me pasó absolutamente nada. Me sacudí los vidrios que tenía en el pelo. Gritos, caos, el edificio temblando. Sentía que perdía la estabilidad porque el edificio temblaba.
Fue abrir la puerta y encontrarnos con una guerra, algo que no estábamos acostumbrados a ver, que lo veíamos nada más que en la televisión. Una bomba, chocó tal cosa. ¿Qué pasó? ¿Chocaron los planetas? Cuando uno no espera algo, cualquier hipótesis podría entrar en esa situación, porque era algo inesperado. No esperábamos una bomba. Con la incertidumbre, la angustia, con todos estos factores que se nos iban cruzando, pensé lo de los planetas. El papá de mi jefe también lo dijo. En ese momento no sabíamos qué había pasado.
“Bajemos, nos tenemos que ir porque no sabemos qué puede seguir pasando”. Recuerdo que Gabriel ayuda al padre y la madre era una persona ya grande, que tenía dificultades para caminar. Ella se apoya en mi hombro y bajamos todos por la escalera. Actuamos en manada. No nos separamos. La entrada del 611 de Pasteur era una puerta pesadísima. Fue muy loco verla tirada en la vereda. Asomarse y mirar para el lado de la AMIA era una cosa de no creer. El edificio enorme de la AMIA y esa montaña de escombros era una cosa increíble.
«El viernes anterior se había caído un pedazo de revoque del toque. Se me vino el edificio encima, pensé», imaginó Verónica Pate
Verónica Pate: comerciante de 20 años que tenía un local en Pasteur 656.
En el año 1994 tenía veinte años, tenía dos locales de calzados sobre la calle Pasteur al 600. Uno es Pasteur 656 y el otro Pasteur 657. En el local donde yo estaba, estaba sola y en el de enfrente trabajaba Walter, un amigo. El 18 de julio de ese año, abrí el local a las nueve de la mañana. Siempre nos juntábamos en la puerta de uno de los dos locales mientras mirábamos la puerta para que no entrara nadie. Ese día estábamos charlando en la puerta mirando hacia el otro local. Habíamos abierto y estábamos charlando hasta que vino un chico que no sabíamos quién era y le dijo a Walter. “A vos te voy a vender un auto”, le dijo. Vendía planes de ahorro de autos. Ellos cruzaron, entraron al local y yo entré al mío. Creo que él fue el que nos salvó la vida a los tres. Porque fue dos minutos antes, el tiempo que me llevó entrar, poner la pava para un mate, sentarme en el escritorio y ahí fue cuando se produjo la explosión.
El local en el que yo estaba era Pasteur 656, que estaba justo enfrente de la AMIA. Fui a poner la pava, me senté en el escritorio. Escuchar no escuché nada. El recuerdo que tengo es estar sentada frente a la vidriera, mirando la nada, a la calle, y de pronto algo gris, polvo que no sabía de dónde venía. Después de eso, el ruido de cosas cayendo, piedras, tierra, cosas. Y después una luz amarilla, medio anaranjada. No sé si era la luz del sol, no lo sé. Lo que pensé que pasaba era que se me había venido el techo encima. El viernes anterior se había caído un pedazo de revoque del toque. Se me vino el edificio encima, pensé. Era un PH con pasillo al costado con un departamento arriba mío. Pensé en eso. Después de eso, atiné a taparme la cabeza. Hasta que empecé a escuchar gritos y empecé a gritar también. No me daba cuenta dónde estaba, en qué posición. Al empezar a gritar empecé a escuchar una voz detrás mío que decía “ya voy, ya voy”. Adelante no veía nada. No sé si era el estado de shock o una nube o qué. Escucho la voz cada vez más cerca que me decía “vení, vení, vení”, me doy vuelta y veo un boquete en la pared. Me ayudó a salir por un agujero pequeño. Era el vecino de arriba que venía bajando las escaleras y me ayudó a salir por el pasillo del PH.
Me acuerdo salir de enfrente a la calle. Había una fábrica de camperas y faltaba algo. “Uh voló la fábrica de camperas”, dije. Nunca me percaté de que el edificio de la AMIA ya no estaba. No me di cuenta. Después empezaron los comentarios. De ese momento ya tengo todo mezclado. No tengo recuerdos de personas heridas, por suerte. Me acuerdo que salí y lo primero que pensé es correr al local de enfrente para ver si Walter estaba bien. Cuando empiezo a salir, veo que él venía también. ¿Qué hicimos? Entramos de vuelta porque tenía un teléfono. Habían pasado dos minutos, tres. Pude llamar a mis papás para decirles que estaba bien. Volvimos a salir. Empezamos a escuchar que había un escape de gas y salimos corriendo por Pasteur, Viamonte, Uriburu. Salimos corriendo a la casa de mi suegra sin saber bien qué había pasado. No tengo recuerdos del edificio de la AMIA. El estado que tenía no me lo permitió.
Rafael Jesús Lezcano: trabajador de 37 años de una cuadrilla enfrente a la AMIA.
En julio del ‘94 trabajaba en una empresa de electricidad que se llamaba Mit y hacíamos trabajamos para Edesur. En ese momento yo estaba de encargado de cuadrilla. Ese día íbamos a hacer un trabajo en diagonal a la AMIA. Era un refuerzo de conexión. Llegamos. Estamos bajando las herramientas, acomodándonos para empezar el trabajo. Llega un colectivo que transporta tela. Viene para estacionar adelante. No entra y me pide que le corra el camión. Corro el camión, el colectivo estaciona y en ese momento explota todo. Al camión se le revientan las seis gomas. Pienso que si no hubiese sido por ese colectivo, nos agarraba la onda expansiva de lleno. Porque íbamos a estar ahí abajo los tres. Estuvimos a un segundo de la muerte.
Se puso todo oscuro. Caían vidrios de todos lados. Yo me tiré debajo del camión. No se veía nada, quedó todo oscuro. No tuve ninguna herida. El otro muchacho sí se cortó las manos con los vidrios porque se tapó la cabeza. Disparó para la calle. Le digo al otro muchacho “vamos a ver qué pasó”. Y lo único que vimos fue la montaña de escombros, una persona arriba gritando. Yo me tropecé con algo y era un brazo. Le digo a los muchachos, “volvamos y tratemos de sacar el camión”. Volvimos, levantamos las herramientas. Salíamos de Constitución, donde estaba el depósito. Salimos, íbamos, íbamos, cuando reacciono, estábamos pasando avenida del Libertador. Me fui para el otro lado. Estaba shockeado. Retomamos y no fui para Constitución. Me vino directo para casa.
Nos preguntamos entre los tres qué pasó. Al principio, cuando explotó, pensé que era la reparación que íbamos a hacer nosotros. Estaba sobrecargado eso. Creí que era eso. Ninguno de los tres sabía que estaba la AMIA ahí. En ese momento no se me dio por regresar para nada. Capaz que ahora sí lo haría. No caía lo que pasó hasta dentro de dos, tres días. Después me duró un montón: hacían ruido al lado mío y me asustaba.
«Me hizo acordar a esas fotos de la Segunda Guerra Mundial: los edificios totalmente destrozados, sin ventanas, sin nada, solamente la estructura. Ahí fue me di cuenta que había sido una bomba», contó Adrián Furman
Adrián Furman: empleado de 26 años de la AMIA.
Ese día, como siempre, llegué a trabajar a las ocho de la mañana. Tenía como costumbre ir a ver a mi hermano que trabajaba en sepelios en el cuarto piso. Todos los días subía ocho y media, nueve, a ver a mi hermano Fabián y a Norberto. Tomaba un café con ellos, generalmente y bajaba y seguía trabajando. A las nueve y 53 nos sorprendió la explosión. Lo que me acuerdo fue que fueron como dos explosiones. La primera explosión fue cuando se tambalea el edificio y la segunda explosión, que después me enteré, fue cuando se derrumbó el edificio. Se derrumbó la primera parte. Yo estaba en el fondo. Ahí por suerte no se derrumbó y por suerte pudimos salir. La situación fue de oscuridad, de no poder respirar por un olor muy fuerte a amoníaco, polvo, mucho polvo por todos lados, sentir vidrios que se rompían y caían al piso, pedazos de techos que caían. Mi primera intuición fue meterme abajo del escritorio y esperar que se viera algo. Lo que se me pasó por la cabeza fue que había sido un equipo de aire acondicionado, que estaban instalando esos días. Pensé que habían explotado y algo había pasado con eso. No supe qué pasó hasta que salí y pude ver el frente del edificio de la calle Pasteur y ahí darme cuenta de lo que había pasado realmente.
Al fondo, a unos diez metros de mi escritorio, había un ventanal que daba a un patio externo de la AMIA que se estaba arreglando o construyendo. Ese patio daba a medianera de un edificio más alto. Empezamos a salir por ahí, la gente, los compañeros, gente que había ido a hacer trámites, me acuerdo que había una señora con un bebé. Nos trepábamos a una medianera para seguir avanzando: la idea era salir por el edificio de AMIA que estaba en Uriburu. Subo a ese techo, me doy vuelta, miro para la calle Pasteur y lo que vi fue terrible. Me hizo acordar a esas fotos de la Segunda Guerra Mundial: los edificios totalmente destrozados, sin ventanas, sin nada, solamente la estructura. Ahí fue me di cuenta que había sido una bomba.
En ese momento me olvidé lo que me había pasado a mi, que estaba ahí, vivo, y lo primero que pensé es en mi hermano, que estaba en el cuarto piso de la parte de adelante del edificio, y esa parte no estaba más, el edificio no existía. En ese momento, todo lo que me estaba pasando o lo que me había pasado pasó a segundo plano. Lo único que pensaba era mi hermano. ¿Dónde estaba Fabián, qué pasó con Fabián, lo viste? No lo había visto, no sabíamos nada. Llegó mi otro hermano Ariel a ver qué había pasado y estaba cerca de la zona. Tomamos el negocio de mi tío como punto de reunión familiar. Estuvimos un rato ahí. No aguanté, me escapé, me fui y volví a entrar al edificio por donde salí. Volví a entrar por el agujero, subí los techos, subí las medianeras y aparecí de nuevo donde era mi puesto de trabajo. Lleno de bomberos, de policías, de gente, de cosas tiradas, rotas. Me quedé mirando, no sabía qué hacer. En un momento me dijeron que me vaya. Volví al negocio de mi tío, me encontré en el camino con gente conocida, con amigos. Esperando alguna noticia, algo. Lo único que quería era que apareciera mi hermano. Estuvimos un rato. Se hicieron las seis de la tarde. No pasaba nada. Me agarró una crisis de nervios. Me llevaron a una ambulancia. Me dieron un calmante. Me subieron a un taxi y me llevaron a casa. En mi casa estaba mi novia, mi otro hermano, la novia de mi hermano, muchos familiares. Me acosté en estado de shock. No sabía qué hacer, qué no hacer. No sabía si dormir, si no dormir. No entendía nada. Del martes al domingo que apareció el cuerpo de mi hermano no me moví de mi casa.
Alejandro Gutesman: comerciante de 33 años que tenía sus oficinas en Pasteur 611.
El edificio donde estamos es un edificio lindero, pared de por medio. Yo estaba en el quinto piso. En el momento de la explosión, sentí realmente la explosión dentro del cuerpo. La vibración fue muy fuerte, un ruido indescriptible y tengo la sensación de haber escuchado muchos gritos pero no los puedo registrar. Eso tengo presente del momento, más el desconcierto total. Es algo indescriptible, algo que nunca antes había experimentado y espero nunca más volver a experimentar. Uno pierde la posibilidad de comparación y de hacer un marco de referencia descriptivo y valedero.
Recuerdo, porque no recuerdo todo, que salgo del baño -un cubículo que está en el pasillo del edificio-, hay un chico sentado en la escalera que me toma del brazo y me dice “vamos, vamos, salgamos de acá”. Alcanzo a ver paredes rotas, las puertas que volaron, pero no mucho más que eso más que el humo. Empiezo a bajar como en una película de ciencia ficción. La gente que estaba acostumbrado a ver de ropa de civil y en una vida normal de un barrio de once, empezaba a aparecer esa misma gente toda blanca. Recuerdo haber visto la puerta del edificio tumbada hacia dentro del hall y salgo en medio de una nube. Instintivamente salí caminando hacia el lado de Corrientes. Cuando llego a mitad de cuadra, un vecino se da cuenta de que estoy desorientado. Me frena, me sienta en un café que estaba por ahí y reaccioné. Me levanté de la mesa y me fui. Ahí empezó a disiparse la nube y empezamos ver realmente que faltaba el edificio.
Recuerdo que estaba parado detrás de un camión en Tucumán y Pasteur y de repente empezó a sentir, no sé si producto del explosivo o por qué, olor a gas. Se produce una estampida. La gente empieza a gritar “hay olor a gas, olor a gas” y salen todos corriendo. Quedamos atrás de un patrullero, que fue lo que nos protegió de la gente que venía.
Si algo me queda de esta situación es una fobia irresuelta con los espacios cerrados, que fue menguando pero que todavía hoy por hoy se traduce en no usar un ascensor, en no usar el subte, alguna de las cosas que quedaron y que todavía no puedo terminar de superar. Es muy loco pensarse parte de la historia, pensarse un eslabón más de una historia que parecía solo pasar en los libros y que de alguna manera se hacía viva en carne propia.
«A la noche me despertaba con pesadillas, soñando, gritando, durante bastante tiempo. Tuve que ir a terapia. Sigo teniendo muchos problemas para dormir», relató María Beatriz Rivera Méndez
María Beatriz Rivera Méndez: empleada de 21 años de un bar en Pasteur 628.
En julio del ‘94 era camarera del bar Kaoba y trabajaba ahí hace seis meses. Trabajaba enfrente a la AMIA, conocía a la gente que estaba en seguridad y a muchos de distintos pisos porque les llevaba pedidos de comida y cafetería. En un principio podía acceder a cada piso y después más adelante solo los dejábamos en la entrada de seguridad porque ya no permitían que entren ningún camarero. El bar era chiquito: tenía cuatro metros de largo y dos y medio, tres de ancho. Yo estaba del lado de atrás de la barra, donde está la máquina de café. Mi compañera estaba del lado del salón y había una mesa con una persona. Tenía otro compañero arriba en la cocina. Y Ramón estaba en la parte del primer piso.
El 18 de julio salí de mi casa para ir a trabajar. Tomé el colectivo. Llegué. Estaba tranquilo, no había mucha gente. Estaba preparando pedidos para llevar afuera. Estaba preparando en ese momento un té para el policía que cuidaba la AMIA. Eran dos. Uno había quedado en el patrullero y el otro vino a buscar el desayuno. En el momento que estoy haciendo el té, que aprieto el botón de la máquina de café es que explota todo. Cuando salgo, recién me doy cuenta que era de la AMIA y no algo del bar que había explotado. Siento gritos de mis compañeros. Mi compañero recibió una descarga eléctrica porque se le cayó el entrepiso con cables. Yo salté por mi cuenta sola: salté la barra porque una heladera con tortas que estaba en la vidriera tapó la salida. No veía a mis compañeros. Sentía gritos. Logré salir. Había mucho polvo, mucho humo, sentía olor a gas. Quedé impregnada con el humo. Me saltó un vidrio, tuve dos puntos en el cuello y vidrios pequeños en toda la cabeza. Salí para la calle y en cuanto salí había una cámara de Crónica. Ahí me llevaron al hospital de Clínica. Mi sobrina le avisó a la mamá que yo estaba en la tele: me vio en Crónica. Ahí empezaron a ver la tele y vieron que había sido un atentado en la AMIA, enfrente de donde yo trabajaba.
Cuando pasó lo del atentado, yo estaba embarazada de dos meses. En el trabajo no lo sabían porque era muy reciente. Seguí con el embarazo, no busqué trabajo y a los dos años no volví a trabajar. Eso me dio mucha fuerza para poder seguir: tenía una hija en la panza que me estaba esperando.
A la noche me despertaba con pesadillas, soñando, gritando, durante bastante tiempo. Tuve que ir a terapia. Sigo teniendo muchos problemas para dormir. Muchas veces me despierto por las noches, ya no sé si es relacionado o parte de eso, pero no suelo dormir todas las noches bien. Siempre tengo pesadillas o me despierto de golpe.
María Elsa Cena: cocinera de 38 años de un bar ubicado en Pasteur 605.
En julio del 94 tenía 38 años. Era mi primer día de trabajo y era cocinera. Empezaba a trabajar ese día en Pasteur 605, me llevó un vecino mío llamado Juan. Ahí empecé. Llegué a Constitución a las seis y media de la mañana. Tomé un remis y llegué a Pasteur 605. Pero el remisero se equivocó y me llevó una cuadra más. “¿Quiere que retroceda?”, me preguntó. Le dije que no. Bajé y volví. Cuando vuelvo, paso por ese edificio. No sabía que era la AMIA. Pasé y fui al restaurante. Me presenté con Gustavo. Estaba el tío que le decían “el tío”. Me presenté a las siete y cincuenta. Fui al primer piso. Gustavo me llevó un café con leche y una medialuna. “Ahora va a venir tu jefe de cocina que se llama Luis”, me dijo. Había dos o tres chicos que no me acuerdo. Yo entraba a las ocho. Empecé a empanar las milanesas. A las 9:50 siento que todos corrieron, bajaron todos pero yo no. No sabía qué había pasado. Todos gritaban “la AMIA, la AMIA”. Sin saber yo qué era. Sabía que era una explosión. Pensaba que eran las freidoras que teníamos atrás. Teníamos cinco. Si no están bien limpias, explotan. En ese momento se ve que me desmayé y quedé tirada ahí un buen rato. Hasta que vino Gustavo y preguntó si faltaba alguien, le dijo que sí, que faltaba “la nueva”. La nueva era yo. Fueron a buscarme, me bajaron. Hubiera preferido quedarme arriba. Lo que vi no tiene sentido, nunca va a tener sentido. Me dejaron en el cordón. Gustavo cortó el gas, no sé para qué si estaba todo derribado. Estaban buscando al tío. Era un desastre. Veía que la gente gritaba. Había piernas por un lado. Yo estaba inmóvil. Estaba aturdida. La explosión fue un segundo. Explotó. Todo negro. Vidrios por todos lados. Estaba llena de esquirlas por la cabeza y por la espalda.
Me quedé sola. Veía la desesperación de la gente por querer ayudar y yo buscaba un celular para comunicarme con mi mamá o alguien para que me venga a buscar. Yo no quería estar ahí. Polvo. Muerte. Muertos. Gente decapitada. Ver una pierna, un brazo. Me quería comunicar con alguien y no podía. Hasta Domínico se escuchó. Me acuerdo que mi hijo el mayor estaba acá. Mi mamá vive al lado. Volvió de comprar y le dijo “abuela, ¿viste lo que pasó? Explotó la AMIA”. No sabía que yo estaba ahí al lado. Fue una desesperación de mi mamá… No la quería llevar nadie. Llegó a Constitución, pidió un remis. ¿Quién la llevó? El mismo remisero que me llevó a mí.
«Tenía la cabeza ensangrentada. Me veo: puedo caminar, tengo los dos brazos. Lo primero que atino es recorrer el departamento y veo una destrucción casi total», narró Ariel Isgro
Ariel Isgro: vecino de 30 años de Pasteur 644 1°C.
Vivía en Pasteur 644 1°C. Era un departamento que me había dado mi abuelo para vivir. Vínculo directo con la AMIA no tenía. Sí tenía recuerdos de verla por fuera, de hecho nunca la conocí por dentro. En esa mañana, estaba en plena búsqueda laboral. Tenía una entrevista a las 10:30 de la mañana. Me levanté, me preparé y diez menos diez minutos, casi al salir, recordé que no le habíamos dado de comer a los peces. En ese momento teníamos una pecera muy importante en el living, que estaba justo en un ángulo. Eso fue lo que me salvó de que cuando explota la bomba y la onda expansiva entra por un gran ventanal del living, yo estaba esquinado. Eso fue lo que me protegió. De todas maneras volé sobre un sillón. Gracias a eso no me agarró en la calle.
Ese edificio era frente y contrafrente. Yo vivía en un contrafrente. Me encontró en una zona del living cuando explota y justo giro para salir de mi departamento. Ahí viene ese viento, ese ruido, que me agarra desde atrás. Me hace volar -peso 90 kilos- por arriba de un sillón. En el momento que volaba y me tapaba la cabeza, se escuchan esos ruidos, gritos, la onda expansiva que iba chocando, chocando y chocando hasta que desapareció el ruido y quedó todo un silencio. Cuando estoy volando, dije “es la AMIA, pasó algo”. Me toco a ver si estaba bien. Tenía la cabeza ensangrentada. Me veo: puedo caminar, tengo los dos brazos. Lo primero que atino es recorrer el departamento y veo una destrucción casi total. En el living, estaban clavados los vidrios como cuchillos en la pared.
Me levanto y trato de salir. La puerta estaba trabada por la misma onda expansiva. No me deja abrir. Estuve como cinco minutos tratando de abrirla. Hasta que puedo salir. Cuando salgo a lo que sería el hall del pasillo, veo el departamento de mi vecino: desde la puerta se ve la calle. Entro, no sabía si estaba mi vecino Germán. Lamentablemente sí estaba. Cuando salgo, voy bajando la escalera y justo viene subiendo su esposa con un bombero. Fue un momento muy difícil. Pasado eso, llego abajo y veo todo un desastre. Subo a sacar un par de personas mayores. Cuando salgo, veo enfrente un edificio que vi toda mi vida, ahora derrumbado, con la gente trepando, con gritos, con un olor muy fuerte a amoníaco. Me quedé ayudando. Me subí en un par de oportunidades a bajar gente desde la AMIA. No recuerdo bien esa situación. Estaba todo muy convulsionado. Había gente externa que entraba a mi edificio. Cuando vuelvo a mi departamento, me encuentro con gente de afuera. A un los saqué mal, me acuerdo. En un lapso de diez minutos, suena el teléfono. Mi esposa estaba trabajando en Larrea y Pasteur. Pude atender. Me acuerdo que ella no habló. Hablé con una compañera. Le dije que se quedara tranquila que en breve voy. Vuelvo a bajar y me fui a ver a mi esposa para que se quedara tranquila.
Fuente: Infobae
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