El asesinato del premier israelí en manos de un extremista judío, del que se cumplen 22 años, frustró el proceso de acercamiento entre los dos pueblos.
Israel conmemora estos días veintidós años desde que Itzjak Rabin fuera asesinado por un activista de extrema derecha. El fatídico acontecimiento ocurrió momentos después de que el primer ministro terminara de pronunciar un discurso a favor del proceso de paz con los palestinos, en la noche del 4 de noviembre de 1995, en el centro de Tel Aviv. Desde entonces, se ha difundido la creencia por diversos círculos, tanto intelectuales, periodísticos como políticos, que el asesinato de Rabin sentenció a muerte el proceso de Oslo, iniciado conjuntamente con el liderazgo palestino, capitaneado entonces por Yasir Arafat. A raíz de su muerte, en vista de las expectantes multitudes, podría decirse que Rabin fue virtualmente canonizado como patrón de la paz; a tal punto, que cuando las negociaciones fracasan, más de uno suele recriminarle a Israel, o mejor dicho, a la sociedad israelí, el no haber escudado lo suficiente al peacemaker laborista
Este argumento suele ser el empleado por representantes palestinos, que micrófono y altavoz mediante, salen a los foros internacionales, a las universidades o a los medios, a comentar acerca del fracaso de las negociaciones de paz. El punto que se busca impartir es que ninguno de los sucesores de Rabin pudo o puede – en el caso actual de Benjamín Netanyahu – llegarle a los talones al hombre que dio su vida por la reconciliación. Fueran sus sucesores de izquierda, como es el caso de Ehud Barak, o de derecha, como Ariel Sharon, las virtudes de Rabin no encuentran parangón en el sucesivo liderazgo israelí, y por ende Israel se aleja cada vez más de la ansiada solución de dos Estados, y dos pueblos en paz. Esta es, a grandes rasgos, la «historia oficial» que pesa sobre un segmento importante de la academia. Pero, ¿es cierto? ¿Murió la paz con Rabin? La respuesta conlleva a un ejercicio de historia contrafáctica – lo que se lee como el «qué hubiera pasado si….».
Por ello, a razón de la ocasión, vale la pena esclarecer si las (dos) balas del asesino también mataron la paz, o si por el contrario, esto es un mito que debe ser desarticulado. Dada la crisis actual, lo que ya se denomina «la Intifada de los cuchillos», y la parálisis abismal del proceso de reconciliación iniciado dos décadas atrás, este tema ha cobrado mayor significado y trascendencia, especialmente a los efectos de analizar la coyuntura actual del conflicto palestino-israelí.
Quienes sostienen que el asesinato de Rabin truncó el proceso de paz justifican su opinión en el hecho que Benjamín Netanyahu pronto ascendió a la primera jefatura de Israel, en 1996, marcando, de algún modo, el retorno del idealismo revisionista a la política. Siendo heredero y partidario de Menachem Begin y de Itzjak Shamir, y habiéndose opuesto rotundamente al proceso de paz con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), a simple vista Netanyahu encarnaba la antítesis de Rabin. Bajo esta mirada, allí aparece la desazón y el sentimiento que los israelíes retrocedían a posturas inflexibles, volcadas hacia el maximalismo, y no hacia el compromiso. Hoy, con Netanyahu gobernando por seis años consecutivos, la ausencia de negociaciones y el recrudecimiento de la violencia despiertan nuevamente sentimientos afines. De haber vivido, ¿habría el líder de centro-izquierda concluido su trascendental obra con la historia?
Lo cierto es que se ha vuelto políticamente correcto decir que sí, aunque la respuesta sea escueta, simplista, y se base implícitamente, casi por completo, en conjeturas. En rigor, la prioridad de Rabin siempre estuvo puesta en la seguridad de Israel. Aquellos cercanos a él relatan que aun luego de pactar con la OLP, el primer ministro era de lo más escéptico frente a la posibilidad de que los árabes se decidieran por la paz. Para Rabin, la importancia del proceso de Oslo radicaba en que Israel tuviera fronteras, internacionalmente reconocidas, a las cuales aferrarse para defenderse. En paralelo, dicha separación vendría a reforzar el carácter democrático del Estado judío, en tanto no tendría que mandar sobre otro pueblo, y sobre una población enajenada de la posibilidad de obtener ciudadanía. En este sentido, el acuerdo de Oslo, entablado en 1993 en los jardines de la Casa Blanca, representaba un punto de partida; no una solución final. Por esta razón, para los críticos de Israel se trató de poco más que una declaración de principios con escaso impacto en términos de poner fin a la presencia israelí en los territorios palestinos. En todo caso, efectivamente se trataba de un acuerdo provisional para delinear fronteras, y fijar el marco para futuros compromisos.
De acuerdo con Yosi Beilin, experimentado político del laborismo, este era precisamente el fin que perseguía Rabin, quien en su pragmatismo entendió la urgencia de delinear fronteras permanentes. Su opinión de Arafat no era mejor que la expuesta por los dirigentes de derecha, pero éste, el artífice más prominente del terrorismo palestino, era lastimosamente la única figura reconocida con quien a duras penas se podía tratar esta cuestión. Esta realización se convirtió en una política de Estado, y en lo sucesivo fue continuada por los siguientes Gobiernos israelíes
En el año 2000 Ehud Barak le ofreció a la dirigencia palestina un plan, que según cualquier estimación honesta, podría haber concluido la labor de Rabin. Establecía un programa de retirada paulatina de los territorios ocupados, concedía que Jerusalén oriental fuese la capital palestina, y planteaba un resarcimiento para los llamados refugiados árabes. También proponía el principio de intercambio de territorios, para que Israel anexara el bloque de asentamientos más populoso (Gush Etzion), y los palestinos recibieran, en compensación, la misma proporción en territorio. Puesto sucintamente, el arreglo le permitiría a los palestinos ostentar soberanía en la Franja de Gaza y en casi la totalidad de Cisjordania, mas sus líderes dijeron que no.
Cinco años después, incluso Ariel Sharon, discutiblemente el más halcón de los militares israelíes, siguiendo el principio de fronteras de Rabin, concedió la retirada unilateral de Gaza. Sharon jamás se reunió cara a cara con Arafat, pero al final enarboló el mismo principio que Rabin, el cual, por cierto, resultó en el agravante de la lluvia de cohetes lanzada por Hamás. El sucesor de Sharon, Ehud Olmert, fue aún más lejos en la medida que esbozó un acuerdo más comprensivo. El plan, presentado en 2007, entendía que Cisjordania y Gaza debían estar conectadas físicamente para dar forma a un Estado palestino viable, y consecuentemente diagramó un corredor entre ambos territorios. Los palestinos, nuevamente, dijeron que no.
Su propia hija, Dalia Rabin, una mujer con trayectoria política, no suscribe al mito. Lo que está fuera de duda es que Rabin fue uno de los principales promotores del proceso, y que como consecuencia de este, Israel pudo romper su aislacionismo con el mundo.
Fuente: Infobae, Publicado en Noviembre 2015