Jacobo Drachman sobrevivió al Holocausto, y ahora ha visitado «Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos», que agota sus últimos días en Madrid.
Jacobo Drachman tiene ochenta y tres años y anda de una forma lenta y decidida. De su juventud en Montevideo aún conserva la estatura, alta y esbelta, y una mirada entre arrogante y pícara con la que acompaña cada una de las frases que sentencia. Él habla así, lanzando titulares, consciente tal vez de que la retórica obstaculiza muchas veces el entendimiento, y de que siempre es más efectiva una buena anécdota que una profunda charla filosófica. Con nueve años fue trasladado desde Lodz, su ciudad natal, hasta Auschwitz, antes de volver a ser movido junto a sus padres a los campos de trabajo de Stutthof y Dresden. Los nazis acabaron abandonándolos en Theresienstadt, y allí permanecieron hasta que fueron rescatados por los rusos y llevados al campo de refugiados de Landsberg. Sobrevivieron los tres, en un «caso casi único», según sus palabras, por el que se siente «tremendamente afortunado».
Tras varios años viviendo en Uruguay, y otros tantos en Israel, continúa haciendo suya una promesa que le hizo a su padre en aquella época lejana: «Recordar, y contar, para que no se olvide«. Quizás por ello ha acudido a Madrid a visitar la exposición «Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos«, cuando queda menos de una semana para su cierre definitivo. Y tal vez por eso, también, nada más llegar le pide a la prensa que le haga las preguntas cuanto antes, no vaya a ser que al finalizar la visita el cansancio le impida dar testimonio de todo lo que vivió cuando era niño. «Ahora estoy mayor, he vivido, tengo familia», arranca delante de las cámaras. «Seis bisnietos, para ser exactos… Esa es mi venganza contra los asesinos«.
«Entré en Auschwitz de contrabando»
Llegó a Auschwitz en 1944, y allí pudo vivir de primera mano el proceso de selección del mismísimo doctor muerte. «Yo no le llegaba al cinturón al señor Mengele«, dice. «Y recuerdo que era un tipo simpatiquísimo, siempre con una sonrisa de oreja a oreja». Fue él quien separó a su padre de su madre, y quien le envió con el grupo de desechados a las cámaras de gas. «De pronto me vi rodeado de ancianos e inválidos, y de pelirrojos… No sé por qué razón los nazis odiaban a los pelirrojos; y me di cuenta de que algo no andaba bien. Yo no quería separarme de mi padre por nada del mundo, así que cuando el guarda pasó de largo por mi lado me quedé atrás, rezagado, y de un salto me colé en el otro grupo y le cogí la mano con fuerza. Entré en Auschwitz de contrabando«.
También vio de primera mano el proceso de exterminio. «Porque yo era un niño, y hacía cosas de niño. Una vez dentro me dedicaba a pasear y a colarme en los sitios. En una de esas pude ver cómo quemaban los cadáveres, como si fuera aquello una panadería… Recuerdo que cuando fui corriendo a contárselo a mi padre, él no me creyó». Pese a todo, fue también esa imprudencia infantil la que le sacó del atolladero en más de una ocasión. «Me dedicaba a robar pan, por mi cuenta. Una vez mi padre me dijo que si no conseguía algo de pan nos moriríamos, pero yo habría robado igual, aunque él no me lo hubiese pedido… Sobrevivir es lo único en lo que se piensa cuando se está en peligro de muerte». Su estancia en Auschwitz, sin embargo, tan solo duró cuatro días, antes de ser trasladado nuevamente a otro campo. «Cuatro días puede parecer poco, pero allí, cuatro minutos ya eran suficientes», sentencia él.
«Las mejores guerras son las que se evitan»
De una manera paulatina, al grupo de periodistas han ido sumándose otros tantos curiosos, visitantes todos ellos de la exposición, y en su mayoría adolescentes. Al verles, la pregunta parece obligada: ¿qué les diría a los más jóvenes? «Que tienen que mirar, y entender. Sentir, aunque no se lo crean. Porque todo esto pasó, y parece increíble. Nada más acabar la guerra, durante los primeros años, nadie te creía cuando contabas lo que habías visto… Es necesario recordarlo, porque todo esto puede volverse a repetir en cualquier momento. Sí, les diría eso. No olvidéis, no perdonéis, pero no odiéis«.
Siguiendo por esa línea, coge de pronto la palabra y continúa, llamando a todos los presentes a recordar: «Es necesario que haya entendimiento, porque las mejores guerras son las que se evitan. Y para evitar que vuelva a pasar, la solución es fácil: No tirar piedras ni bombas, así de simple. Tenemos que abrir la puerta al amor y a la comprensión, y cerrarle la ventana al diablo, para que no pueda colarse por ningún resquicio. Y ya podemos ser de izquierdas o derechas… ¡qué más da!».
Aunque termina matizando su discurso, pese a todo, y lanzando otra serie de reflexiones, algo más crudas que las anteriores: «El problema yo lo veo en el hombre desde el inicio de los tiempos. Lo recoge hasta la Biblia: el primer genocidio lo cometió Caín al matar a Abel, porque mató al 25 por ciento de la población mundial con ese acto… Y así ha sido siempre… No recordamos, y volvemos a cometer los mismos errores. Hitler empezó sólo con treinta personas. ¿Cómo es posible que después le siguiesen tantas, y tan formadas? Porque después tuvo bastante ayuda, eh. A mí, de mi casa, me sacaron los propios polacos… Hay algo defectuoso ahí. ¡Si hasta cuando Dios mandó a su único hijo para salvarnos lo mataron! Es por eso que digo que no hay que odiar, nunca. Eso sí, si alguien me amenaza con matarme, yo le voy a creer. Y prefiero ir a buscarle antes yo, para acabar con él, que quedarme quieto esperando a que me mate».
Fuente: LibertadDigital
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