El Museo Guggenheim Bilbao revisa la creación del célebre artista entre 1911 y 1919, los años decisivos de su carrera: su paso por París y su regreso a Rusia
Este verano convivirán bajo el retorcido titanio de Frank Gehry los bichos de la discordia del artista chino Huang Yong Ping (quedan muy pocos: o se han comido unos a otros o, según la versión oficial, se han retirado algunos por no aclimatarse), el «arte-ganchillo» de Joana Vasconcelos y la colorista obra de Marc Chagall, cuyo trabajo puede verse desde hoy en el Guggenheim Bilbao. Un menú de lo más ecléctico, apto para todos los gustos. Fue Chagall un poeta con alas de pintor. Imposible definirlo mejor que Henry Miller. Su obra, decía Guillaume Apollinaire, su gran valedor en París, era sobrenatural. Un mágico universo poblado de animales humanizados, vacas rojas tocando el violín, cabras verdes, gallos azules, habitaciones amarillas, personas con la cabeza bocabajo, seres que vuelan, novias bicéfalas, rabinos, saltimbanquis…
En 2012 pudimos ver una completa retrospectiva en el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid con 150 obras de todas sus etapas. Esta muestra es más reducida (unas 80 pinturas y dibujos). Organizada por el Kunstmuseum de Basilea con colaboración con el Guggenheim Bilbao, y patrocinada por la Fundación BBVA, se centra entre 1911 y 1919, los años decisivos de su carrera.
De su Vitebsk natal (Bielorrusia), Chagall se marchó a San Petersburgo, donde acudió a la escuela de León Bakst. Gracias al mecenas Maxim Vinaver, un abogado judío, se marcha a París en 1911. «Tumbado entre dos mundos», según sus palabras –«amo Rusia, pero creo que amo París sobre todo lo demás»–, fue un asiduo visitante del Louvre, absorbe el cubismo, el fauvismo, el orfismo, el expresionismo… pero no se adscribe a ningún ismo. Crea un lenguaje propio formado por una amalgama de estilos donde el judaísmo («para él era mucho más que una religión, algo etnográfico», dice la comisaria, Lucía Agirre), la cultura tradicional rusa, los cuentos populares, el folclore… se mezclan con los experimentos de la vanguardia parisina. «El impresionismo y el cubismo me resultan extraños», decía Chagall, que fue precursor del surrealismo.
Colmena de artistas
Convivió con artistas como Modigliani, Sonia y Robert Delaunay, Léger o Soutine en La Ruche (La Colmena), un enjambre de 140 estudios en Montparnasse. Allí pinta obras metafóricas y biográficas como «La habitación amarilla» –muy vangoghiana–, «El vendedor de ganado», «Homenaje a Apollinaire» o «París a través de la ventana», presentes en las salas del Guggenheim. En esta última aparece un hombre con un paracaídas en pleno vuelo junto a la Torre Eiffel. Explica la comisaria que este curioso personaje se ha visto como un autorretrato de Chagall, pero también como la recreación de un suceso que ocurrió un año antes en París: Franz Reichelt, un sastre franco-austriaco, se tiró desde la Torre Eiffel con un paracaídas que él mismo diseñó (la dramática escena está subida en internet: un hombre mide minutos después el socavón que dejó el impacto en el asfalto).
Siempre anduvo Chagall rodeado de poetas y novelistas: Apollinaire, Blaise Cendrars, Malraux, Max Jacob… Ilustró obras de Gógol, La Fontaine o la Biblia, que él consideraba «pura poesía, una tragedia humana», y entre 1921 y 1922 escribió su autobiografía, «Mi vida». Un día le preguntó a Apollinaire por qué no le presentaba a Picasso. Le contestó el poeta: «¿A Picasso? ¿Acaso tienes ganas de suicidarte? Todos sus amigos acaban así». No llegó la sangre al río. Picasso admiraba su trabajo: «Cuando Matisse muera –decía–, de los pintores sobrevivientes Chagall será el único que entienda lo que es realmente el color». Hay quien le llamaba «el Picasso judío».
Bella, musa eterna
Bella Rosenfeld, una joven muy moderna para su época e hija de una familia adinerada que poseía tres joyerías en Vitebsk, fue su gran amor, su eterna musa. Aparece en muchos de sus trabajos, como un retrato que abre la exposición, de 1909, o «El cumpleaños», de 1915, préstamo del MoMA, en el que Chagall se autorretrata flotando y besando a Bella, con quien se casó ese año. El Guggenheim de Nueva York vendió una versión de este cuadro.
En 1914 tuvo lugar su primera gran monográfica en la galería Der Sturm de Berlín, con 40 pinturas y 160 dibujos y guaches. Ese año regresa a casa para ir a la boda de su hermana y ver a su prometida, pero estalla la I Guerra Mundial y, años después, en 1917, la Revolución Rusa. Se verá atrapado en su país durante ocho años. En Berlín le dieron por muerto y la galería alemana vendió sus obras. Ya le ocurrió algo parecido en San Petersburgo, donde perdió buena parte de sus trabajos. Por ello se vio forzado a reproducirlos, haciendo varias versiones de algunos de ellos. Durante la II Guerra Mundial sus obras fueron confiscadas en Madrid.
«Aquí estoy triste. Ni la Rusia imperial ni la Rusia soviética me necesitan. Soy incomprensible para ellos, extraño», confiesa el artista. Pese a su pasión por París, su ADN ruso-judío impregna cada centímetro cuadrado de sus lienzos. Es nombrado comisario de las artes de su ciudad natal y crea la Escuela de Arte del Pueblo, a la que invita como profesores a Lissitzky y Malévich. También le encargan la escenografía y los murales del Teatro Estatal Judío de Moscú.
La muestra da fe de su «esquizofrenia» creativa: en 1914 pinta retratos familiares, un vendedor de periódicos, soldados marchando al frente o heridos, rabinos, unos amantes pintados en azul Klein… Se reúnen excepcionalmente sus cuatro grandes retratos de judíos: tres de la colección Im Obersteg, depositados en el Kunstmuseum de Basilea (blanco y negro, rojo y verde) y un cuarto (también rojo) del Museo Estatal Ruso de San Petersburgo. Solo se habían mostrado juntos en una ocasión, en 1916. Chagall acabó su vida en el sur de Francia, atraído por la misma luz que Matisse y Picasso. Murió a los 98 años en Saint-Paul-de-Vence.
Fuente: ABC.es