Las políticas de ahorro, la gestión eficiente de la red y la incorporación de agua desalinizada han sido parte fundamental del éxito hídrico israelí.
Por Carmelo Jordá
Los israelíes han convivido prácticamente toda su historia con el miedo a quedarse sin agua. Tanto es así como que algunos de los espacios arqueológicos más sorprendentes de Jerusalén son, precisamente, infraestructuras que hace ya casi 3.000 años se construyeron para poder tener agua en la ciudad tres veces santa.
No debe sorprendernos, por tanto, que dentro de sus costumbres, su cultura, y también en la educación que se da a los niños desde sus primeros años en el colegio, la convicción de que es necesario ahorrar y consumir sólo lo necesario sea una constante.
Además, agresivas campañas publicitarias y unas tarifas que reflejan el coste real del agua han logrado ahorros importantes en los últimos años. Sin embargo estas no son la únicas medidas que reducen el consumo: la empresa nacional que controla buena parte de la gestión del líquido elemento en todo el país, Mekorot, presume de que en sus cañerías se pierde sólo un 3% de agua debido a fugas, un porcentaje que en el conjunto del país se eleva al 7% debido a que las redes de las empresas municipales son menos eficientes, pero que aun así está muy por debajo de lo que suele ocurrir en la mayoría de los países desarrollados. En España, por ejemplo, el porcentaje de agua que se pierde en la red, la llamada «no registrada», porque se pierde antes de llegar al contador, está en el 25% del total.
¿Cómo es posible una ratio de pérdidas tan bajo? En primer lugar se puede atribuir en parte al sistema de gestión independiente de los políticos: las obras de mantenimiento de un sistema que no está a la vista no suelen ser muy rentables electoralmente, así que si dependen de cargos electos no se puede confiar mucho en que las hagan. Por otro lado, desde el punto de vista práctico destaca la aplicación de tecnología: todas las cañerías de Mekorot en el país –30.000 kilómetros de conducciones– están «monitorizadas las 24 horas de los siete días de la semana» y se aplican distintas soluciones técnicas para detectar las fugas en tiempos récord, mucho antes de que sean evidentes desde el exterior que es lo que suele ocurrir en otros lugares.
El gran cambio: las desaladoras
No obstante, es evidente que los ahorros son muy importantes, pero que el gran cambio en la disponibilidad de agua en Israel llegó a partir de 2005 y lo produjo la puesta en marcha de la primera planta de desalinización de agua marina, Ascalón, que desde entonces provee a la red de 90 hectómetros cúbicos al año de agua dulce perfecta para el consumo en los hogares.
En estos últimos 15 años la apuesta del país por el agua del mar desalinizada se ha multiplicado: en la actualidad son cinco las plantas que operan en la costa mediterránea: a la ya citada en Ascalón se han sumado Ashdod, Palmachin, Sorek y Hadera. Entre todas proporcionan casi 600 hectómetros cúbicos cada año, es decir, una séptima parte del total de agua que se suministra en España, en un país que tiene una quinta parte de los habitantes que el nuestro.
Otras dos cifras nos pueden ayudar a entender la magnitud del programa de desalinización israelí: en estos momentos España obtiene con sus mayores desaladoras un total de unos 515 hectómetros cúbicos, casi 100 menos que Israel y, además, para ello necesita doce plantas en lugar de cinco.
Y eso no es todo: tal y como explicaba en un encuentro con periodistas europeos en Tel Aviv Olga Slepner, en 2023 está prevista la puesta en marcha de otra desaladora en Sorek, que con una capacidad de 200 hectómetros cúbicos será la mayor del país. En 2025 llegará otra más, esta en el oeste de Galilea. Cuando las siete estén en marcha, Israel proporcionará el 100% del agua del grifo que consumirán sus ciudadanos por este método que ya hoy supone el 85% del agua que beben y con la que se asean los israelíes.
Así es una desaladora: el ejemplo de Hadera
Para saber más de esta tecnología visitamos la planta de Hadera, situada a unos 30 kilómetros al norte de Tel Aviv, no lejos de la histórica ciudad de Cesarea y sus ruinas romanas entre las que, por cierto, hay un bellísimo acueducto romano en plena playa que nos recuerda que eso de la ingeniería hidráulica viene de muy atrás.
Hadera está al lado de una planta de generación eléctrica, la Orot Rabin, que es, curiosamente, la muestra de otro de los grandes procesos que vive el país: tras descubrir unos grandes yacimientos de gas natural no muy lejos de la costa esta energía se está imponiendo a todas las demás y, allí como en otros muchos lugares, está sustituyendo al viejo carbón, mucho más contaminante.
Las desaladoras israelíes son otro ejemplo de cómo, aunque el agua sea un sector completamente intervenido, la colaboración entre el Estado y el sector privado cada vez es mayor: tal y como nos explica David Muhlgay, CEO de la filial de IDE Technologies que gestiona la de Hadera, las plantas son construidas y operadas por empresas a las que se ofrece un compromiso de compra de agua por unas cantidades mínimas y una concesión por 25 años que, según nos adelantó una fuente conocedora de la cuestión, probablemente se amplíe ya que «el Estado no tiene ningún interés en operar desaladoras y el modelo está funcionando perfectamente«.
La desaladora ocupa una estrecha franja de terreno junto al mar, aunque se interna cerca de mil metros en lo que son unas instalaciones enormes. Se trata de una planta de osmosis inversa, básicamente el agua atraviesa una serie de membranas tan finas que son capaces de atrapar hasta la sales disueltas.
Estas membranas se colocan en grupos de varias en una especie de vainas en las que el agua es inyectada a una presión de 70 bares. En una gigantesca sala se apilan miles de ellos en medio de un ruido ensordecedor. Hay nada más y nada menos que 53.000 membranas. El proceso es más complejo, pero aquí está lo esencial: el contenido de sales y minerales del agua se reduce de 40.000 a 240 partes por millón. El proceso de filtrado da como resultado un 50% de agua dulce y otro tanto de agua con algo más de contenido salino.
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Precauciones ecológicas
Ese agua inyectada, además, sirve para recuperar la energía en otras partes del proceso y, por tanto, reducir el consumo hasta en un 45%. Es una de las medidas en marcha para minimizar el impacto ambiental, algo que se hace desde el inicio del proceso: tres tubos de 1.250 metros de longitud toman el agua lejos de la costa y lo hacen con un sistema de succión lenta que no afecta a la fauna. Como prueba de ello en la presentación en la propia planta nos muestran fotos de personas buceando tranquilamente junto a la toma.
Estas grandes cañerías se limpian sin usar productos químicos: en lugar de eso se lanza periódicamente una especie de gran desatascador con bordes de goma al que llaman PIG que se lanza por el tubo a una velocidad de 1,4 metros por segundo rebañando todas las impurezas que puedan haber quedado en el interior y que también podemos ver en nuestra visita, esperando ser usada.
El gran problema medioambiental con las desalinizadoras suele ser la salmuera generada en el proceso, pero según los responsables de Hadera la realidad en su planta es otra. Vemos desde el interior los torrentes que vierten este agua en el mar, justo en la entrada. Al lado de este vertido de un agua que es ciertamente cristalina el mar recibe otro: el de la usada en las calderas de la planta de energía, lo que contribuye a diluir la salmuera y a que la sustancia que llega al mar sea sólo «un poco más salada y un poco más caliente» que el agua marina, tal y como nos dice David Muhlgay.
La directora técnica del complejo, Miriam Brusilovsky, nos explica que cuando se cambie el combustible de la central térmica y ya no expulse esa agua, la desalinizadora dispondrá de unas tuberías de dos kilómetros de longitud para deshacerse de la salmuera. Allí, a una profundidad mayor y ayudada por unos aspersores especiales se diluirá con gran rapidez: «Cuando el agua llega a 10 metros de la superficie sólo tiene un 1% más de sal de lo normal«, explica.
El principal problema ambiental y económico de las plantas desaladoras sigue siendo el consumo energético, pero este también se está reduciendo: «Antes las plantas necesitaban entre 4 y 4,5 KW/h para obtener un metro cúbico de agua, esta lo hace con 3,3 y las modernas ya logran hacerlo con 2,9«, nos asegura Muhlgay. Este menor consumo hace, por supuesto, que los precios puedan ser más competitivos.
En cualquier caso, gracias a la introducción masiva del gas natural que el país ha encontrado en el Mediterráneo, los precios de la energía no están sufriendo una escalada como la que vivimos en Europa. Ventajas de hacer algo tan extraño –pero obviamente de sentido común– como usar tus propios recursos.
Está claro que la apuesta decidida de Israel por la desalación será a muy largo plazo: la planta de Hadera, por ejemplo, está construida como para poder funcionar «durante 40 o incluso 50 años si se hace el mantenimiento adecuado». Como ya hemos dicho, a medio plazo la desalinización podrá proporcionar el 100% del agua para el consumo doméstico en el país y es previsible que siga siendo así durante mucho tiempo.
Pero, ¿qué pasa con el consumo no doméstico, por ejemplo el del pujante sector agrícola? Para eso Israel también ha creado grandes soluciones, pero de ellas hablaremos en el siguiente artículo.
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Fuente: LibreMercado
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