Naturaleza, historia y culto al cuerpo, junto al punto de menor altitud de la Tierra, en Israel. El mar muerto, una depresión a 400 metros por debajo del nivel del Mediterráneo, a poco más de cuatro horas de vuelo.
Figura en los libros de geografía bajo el nombre de mar, aunque en realidad es un gran lago. Y, pese a que lleva abrigando vida desde que los cananeos fundaran junto a sus orillas el primer asentamiento humano de la región, lleva el apellido de muerto. Hoy, 10.000 años después, esta laguna de agua salobre, situada en el fondo de una fosa tectónica a 400 metros por debajo del nivel del Mediterráneo, es un enclave estratégico para la economía israelí –de sus fondos, además de sal, se extraen minerales que alimentan la industria química nacional– y un destino perfecto, a poco más de cuatro horas de vuelo, para descubrir los irrepetibles paisajes y el milenario legado monumental de esta región de Oriente Medio.
Saltos de agua en el desierto
Todo desierto tiene su oasis. El de Judea, un pedregoso altiplano que va desde Jerusalén hasta el mar Muerto, tiene el suyo en la reserva natural de Ein Gedi, una caprichosa sucesión de cárcavas y gargantas labradas por un puñado de arroyos en los escarpes con los que el desierto desciende hasta el mar Muerto.
Son cursos de agua modestos, algunos de ellos ocasionales, pero de suficiente caudal para convertir el fondo de estos barrancos en un vergel en el que se alternan cascadas y pozas cristalinas, perfectas para aliviar el calor habitual de la zona. A sus orillas, pobladas por acacias, manzanos de Sodoma o azufaifos –el arbusto del que, según la tradición, salieron las espinas de la corona de Cristo–, bajan a beber íbices, damanes roqueros y zorros, entre otros animales con los que es fácil encontrarse en cualquiera de las rutas senderistas que atraviesan el recinto. Una de ellas, la del ascenso de Zeruiah, lleva hasta casi las puertas de un jardín botánico en el que, junto con especies propias de la zona, se yerguen un imponente baobab africano y varios ficus de Bengala.
Herodes, un suicidio colectivo y un dátil de 2.000 años
La historia ha retratado a Herodes como a un rey poco amigo de los niños, y mucho de las construcciones megalómanas. Una de las más célebres es Masada, la fortaleza que el rey judío hizo levantar sobre una meseta de casi medio kilómetro de altura, donde, pocos años después de la muerte de Herodes, las guarniciones del emperador Tito Flavio sitiaron durante meses a un millar de judíos rebeldes. Cuando los romanos lograron ganar la fortaleza, hallaron solo a dos mujeres y cinco niños, escondidos en una galería subterránea. Del resto de los sitiados, casi mil, solo encontraron sus cuerpos sin vida. Habían decidido suicidarse en masa antes de ser tomados como esclavos.
La fortaleza de Masada, en la ribera israelí del mar Muerto, es patrimonio de la Humanidad desde 2011
Los restos de la fortaleza –un vasto complejo de palacetes, sinagogas, baños termales, cuarteles, acueductos y aljibes– se levantan aún hoy en lo alto del promontorio, un mirador natural desde el que se dominan el desierto de Judea, al oeste, y el mar Muerto y las montañas de Jordania, al este. Junto a los restos ya excavados, declarados Patrimonio de la Humanidad, se siguen realizando trabajos arqueológicos, los mismos que en 2005 sacaron a la luz una semilla de dátil fechada en los días del asedio y de la que germinó una palmera a la que se dio el nombre, muy apropiado, de Matusalén.
Sin noticias de Gomorra
Unos 30 kilómetros al sur, siguiendo la orilla del mar Muerto, se alzan los abrasados montes donde según el Génesis se alzaba Sodoma, la ciudad a la que Dios castigó con una devastadora lluvia de fuego y azufre. De la hecatombe solo escapó Lot, el único hombre justo de la ciudad, junto con sus dos hijas; su mujer, Edith, a punto estuvo también de librarse del castigo divino, pero fue convertida en estatua de sal al quebrantar en su huida el mandato de no mirar atrás.
No hay vestigios arqueológicos que prueben la existencia de Sodoma, ni tampoco de su melliza Gomorra, pero eso no ha impedido que la presunta figura petrificada de Edith se haya convertido en el principal hito paisajístico del cañón que asciende desde el mar Muerto hasta la planicie en la que la Biblia sitúa la impía ciudad. Encontrar el parecido del saliente rocoso, vagamente antropomorfo, con la malograda esposa de Lot es cuestión de fe. Lo que sí salta a la vista, en cambio, es que la figura está hecha de sal, la misma sal salina de la que están compuestos estos montes, hoy a más de 300 metros de altura, que cientos de miles de años atrás se encontraban bajo las aguas del primitivo mar Muerto.
La sal de la vida
El elevado índice de salinidad del mar Muerto (una parte de sal por cada dos de agua) impide la existencia de toda forma de vida, pero permite al bañista flotar como una boya sobre la tibia lámina de agua. La relajante experiencia, indicada para tratar enfermedades reumáticas, circulatorias y de la piel, puede completarse en cualquiera de los centros de spa de la zona con un tratamiento de hidroterapia, masajes exfoliantes o un baño en el lodo extraído del propio lecho del mar, abundante en sales minerales. Será un mar muerto, en fin, pero esto es vida.
Fuente: 20Minutos.es